12 Abr Un cambio de perspectiva
El fracaso de la Ley 22/2003, de 9 de julio, Concursal
Al principio de la pasada década, el legislador alumbra la Ley 22/2003, de 9 de julio, Concursal, anticipándose de forma cuasi-profética a una de las mayores crisis financieras que se recuerdan, la cual hizo temblar los cimientos de la economía mundial durante varios ejercicios. En su exposición de motivos, una declaración de intenciones: se procuraba la conservación de las empresas, y se iba a dar preferencia a las soluciones que garantizaran su continuidad. Tras 16 años, y después de varias modificaciones del texto legal, de distinto calado, los datos hablan por sí solos: cerca del 90% de los procedimientos termina en liquidación, y de los convenios judicialmente aprobados, la mitad se incumple. En resumen: un 5% de éxito.
Hasta ahora, pues, la labor del administrador concursal estaba más relacionada con la autopsia forense, ya que en la mayoría de casos solamente se podía certificar el fallecimiento de la entidad (es decir, la inviabilidad del negocio), y tratar de averiguar las causas que lo había provocado. Siendo así, en el despacho se recuerda con especial satisfacción aquellos procedimientos, los menos, en los que se logró la continuidad de la actividad, bien porque el deudor cumpliera el convenio suscrito con sus acreedores, y superara el concurso, bien porque se lograra enajenar la unidad productiva.
La irrupción de un nuevo actor: el COVID-19
Hoy, 12 de abril de 2020, desbordados por una crisis sanitaria de alcance global, se augura una difícil situación económica a corto y medio plazo para la mayoría de pymes. En este sentido, la Cambra de Comerç de Barcelona pulsaba la situación del tejido empresarial catalán hace unos días; su principal conclusión: un tercio de las empresas creen que deberán solicitar concurso de acreedores a consecuencia de la crisis del COVID-19 (información publicada por El Periódico en su edición digital del pasado 2 de abril).
Como ya escribía unos días atrás, ante el aluvión de procedimientos concursales, es necesario un esfuerzo de todos los actores (Gobierno, empresas, jueces, profesionales…), y sacar adelante esta situación, cada uno en su parcela.
Por lo que respecta al administrador concursal, entendemos que el profesional designado deberá ser más fiel que nunca al espíritu de la Ley, en definitiva, la conservación del tejido empresarial y el mantenimiento de puestos de trabajo. Continuando con el símil, de la autopsia forense, se deberá pasar a otras ramas de la medicina; porque ahora los pacientes no llegarán desahuciados, pero su recuperación o agravamiento dependerá en buena parte de la eficacia y eficiencia del administrador concursal en su intervención.
El estigma del concurso de acreedores en la sociedad española
El Consejo General de Economistas viene plasmando en sus informes anuales sobre la materia algo que resulta evidente: en España el concurso de acreedores está estigmatizado, se teme con él proyectar a terceros una imagen de fragilidad que termine ‘rematando’a la empresa. No es el caso de otros países de nuestro entorno, como Francia, donde el número de procedimientos supera en más de un 1000% a los de nuestro país, y además el porcentaje de empresas que termina dejando atrás la situación de insolvencia es ostensiblemente mayor.
Mala praxis empresarial; falta de agilidad de los procedimientos (muchas veces provocada por la insuficiencia de medios de la Administración de Justicia); falta de especialización de la administración concursal… Estas y otras cuestiones pueden estar en el origen de la mala imagen que aquí tenemos del concurso de acreedores.
Quizá la crisis sanitaria que asola estos días España logre por fin cambiar la imagen del procedimiento concursal, y en el futuro no sea utilizado como un mero protocolo para dar sepelio a los negocios desahuciados, sino que se acuda a él como mecanismo para afrontar, y superar, las dificultades sobrevenidas de la empresa, y que ésta salga reforzada tras ello. Que así sea.
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